domingo, 8 de junio de 2008

ATERRIZAJE AL BORDE DEL MAR.


Están siempre ahí.
Cambian los nombres, el idioma, el color de sus ropas, y hasta puede que el número de tiras que tienen sus sandalias.
A veces es uno solo, otras casi no tienen sitio, pero todos están ahí: malgastando una mañana de las siete ( o catorce ) que pasarán en la isla. Casi todos extranjeros, casi todos harán, como mucho, una excursión, y casi todos se pasarán el resto de la semana en la piscina de su hotel, exprimiendo a tope el Todo Incluido: su mayor interés por conocer algo(de esta isla y de cualquier otra parte del mundo a la que puedan llevarles las súper ofertas de los súper tour operadores) reducido a dónde encontrar comida y bebida local baratas, a ser posible en el mismo bar en el que consumen platos de su país…
Están hartos de recorrer a pie la avenida de este pueblo, largo y tan
desoladoramente bullicioso como turístico. No lo bastante hartos, sin embargo, como para gastarse treinta euros en el alquiler de un coche que les lleve a pasar el día en una de esas calas de arena blanca y fina, sin chiringuito ni hamacas.

Así que vienen a esta parte del paseo ( un continuo de catorce kilómetros peatonales que, limitando con el aeropuerto y el mar, une el pueblo con la capital) a sentir el cosquilleo de los aviones tomando tierra por encima de sus cabezas, en una isla a la que, el día en que a un piloto se le quede cortita la pista de aterrizaje, los fragmentos de aeronave se le vendrán a caer al mar, a la zona industrial o al único tramo de autovía con que cuenta.

Confieso que las primeras veces, especialmente si le das la espalda al avión, toda la piel se pone en pie de guerra al sentirlo pasar tan cerca que puedes verle las cicatrices del tren de aterrizaje en la panza.
La frecuencia nos termina la emoción a quienes vivimos aquí, pero nos compensa revelándonos los lugares del paseo desde donde la perspectiva crea efectos ópticos sobrecogedores : sólo “viendo” que al avión le faltan metros para evitar la tragedia se descubre el cambio de rasante entre el aeropuerto y el pueblo.

Ahora, en caso de elegir, prefiero que me sorprenda la luz de un avión rompiendo el cielo en plena noche, y seguirla con la mirada mientras tomo un café con hielo escuchando música en un café sobre el mar.


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