miércoles, 2 de febrero de 2011

Barcelona.

Me encanta esta ciudad.
He estado varias veces, pero siempre por poco tiempo.
Por alguna razón, me he hecho una imágen, y visitarla va fundamentándola, complementándola y también desmitiéndola de vez en cuando.
La idea original con la que regresé de Lanzarote era trasladarme a probar suerte allí.
Supongo que las ciudades emiten una energía determinada antes de conocerlas.

Esa noche ( 11.09.2010 ) salí a dar un paseo, tan sólo un par de horas.
En el barrio gótico, en un rincón poco iluminado de la callejuela de una callejuea, un chico tocaba la guitarra.
Tocaba como para sí, a pesar del altavoz, no tanto encogido sobre sí mismo sino arropando la guitarra.

Reconocí la obra pero no el título, y su forma de interpretarla tenía algo que mantenía a los paseantes absortos, en un silencio que no rompían ni para aplaudirle, y que a mí me hizo llorar.
También lloraba un chico sentado en el suelo frente a él, apoyado al otro lado de la callejuela.
Me hubiera gustado tener una buena cámara para poder fotografiar su expresión sin ser vista.
Pero también sentí que, de haberla tenido, no lo habría hecho: me sobrevino un pudor como de feligresa ante aquel abandono.

Se acercó el grupo de una visita turística.
La guía llevaba un micro estilo Madonna y, a pesar de la música y de ver a la gerente parada escuchando, empezó su explicación.
Antes de que ninguno de nosotros tuviera tiempo de mentarle a la familia, su propio grupo la mandó callar.

Una paralela o dos más allá, en un rinconcito bien iluminado y a los pies de una breve escalera donde el público pudiera sentares, un cantante hacía su show con fragmentos de ópera, afectado, con una sonrisa tan perpetua como falsa, y de cara a la galería.

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